La uva y el vino (Eduardo Galeano)
Un hombre de las viñas habló, en agonía, al oído de Marcela.
Antes de morir, le reveló su secreto: -La uva -le susurró- está hecha de vino.
Marcela Pérez-Silva me lo contó, y yo pensé: Si la uva está hecha de vino, quizá nosotros somos las palabras que cuentan lo que somos.

lunes, 15 de octubre de 2012

veinticuatro.



En veinticuatro días de internación aprendí a agradecer los pequeños gestos, las miradas tiernas y de comprensión.
En veinticuatro días de internación aprendí a reconocer a aquellos que hablaban desde arriba de un pedestal, provisorio, hasta que llegara el superior y se fueran con el rabo entre las piernas.
En veinticuatro días de internación descubrí que los acomodos existen, incluso cuando de riesgos de vida se trata.
En veinticuatro días de internación me mostraron las peores caras de la medicina. Por suerte, algunos pudieron reivindicarse.
En veinticuatro días de internación, Lu tuvo que frenar a un enfermero que iba a inyectarle un anticoagulante, el cual habían prohibido unas horas antes.
En veinticuatro días de internación vi a médicos seguirle el voleo a Abuela, cual si fueran sus nietos.
En veinticuatro días de internación vi a una enfermera hablarnos con ojos vidriosos.
En veinticuatro días de internación la movieron de habitación innecesariamente entre cuatro y cinco veces. Mientras que “a la mamá de alguien” la dejaron quietita, e incluso la otra cama casi siempre estaba vacía.
En veinticuatro días de internación fueron capaces de decirme en la cara que no anotaron cosas en la historia clínica, porque fueron “órdenes verbales”.
En veinticuatro días de internación la prepararon, se la llevaron a quirófano y le pusieron una sonda para devolverla a la habitación porque “se enteraron que no había camas en unidad coronaria”.
En veinticuatro días de internación supimos que los pacientes de algunos doctores consiguen las prótesis de cadera más rápido que los de otros.
En veinticuatro días de internación la hicieron dormir cuatro.
En veinticuatro días de internación nos dijeron que no viviría dos días más quizás, y en menos de dos horas que no era tan grave, que estaba bien.
En veinticuatro días de internación hablaron de riesgo de muerte por una cirugía frente a una paciente asustada, que ya conocía sus riesgos y no necesitaba recordarlos.
En veinticuatro días de internación nos hicieron sentir ese disparo de burocracia que se pegó Favaloro, en el pecho de nosotros doce.

En veinticuatro días de internación descubrí que las abuelas durmientes, al igual que Aurora se despiertan con un beso, que incluso dormidas pueden decir “hasta mañana si Dios quiere”, y que cuando ya no queda nada, pueden reírse de una nariz de payaso.

Veinticuatro días de internación, eternos. Veinticuatro años de compartir, irremplazables.


jueves, 11 de octubre de 2012

Microhistorias de Ciudad




Batalla cotidiana

Se preparan los ejércitos. Está cada uno en su lado del campo de batalla. El Sol, verde, les indica que todavía no es el momento, hace falta esperar unos instantes más.

Mientras tanto, las mentes de los soldados empiezan a analizar al enemigo: sus puntos débiles, espacios estratégicos, huecos por donde avanzar que nos permitirán flaquearlos y obtener la victoria, cumplir el objetivo.

El Sol amarillo los ilumina, impacientes empiezan a moverse, marcan el ritmo del caos y el silencio con los pies, es la única parte de su cuerpo que no controlan, los demás movimientos (o la ausencia de ellos) están milimétricamente controlados. Y sus ojos, por sobre todas las cosas, repiten una secuencia: Mirar al Sol, a su oponente, esperar... Una y otra vez.

El momento se acerca, ya no falta nada, lo presienten. La guerra va a empezar, resta que el comandante Sol se pose sobre sus cabezas dando la órden. 

Saben que sus vida corre peligro, por lo que es inevitablemente la hora de atacar, de pisotear, empujar, de aprovechar la armadura de portafolios, carteras y paraguas.

Rojo.

Avancen soldados, las rayas blancas los guiarán.


Catedral

Con mezcla de San Telmo y Fé camina entre los bancos, esquivando miradas, evitando que la vean llorar, teme convertirse en una estatua más a la cual retratar. Busca un lugar donde los flashes no lleguen, donde poder entregarse a su desconsuelo.
Su llanto se ve interrumpido por una fugaz luz. Dejó de ser un alma perdida, ahora es una postal de vacaciones.


Línea B

“¡Qué desastre!”, dijo el señor contra la puerta del subte una vez que arrancó. Paralelamente y en silencio, yo pensaba también en eso.

Que desastre naturalizar a tres nenes chiquitos, solos en un vagón.

Que desastre verlos pegarse y gritarse “Guacho, te voy a cagar a trompadas” con sólo siete años, y pensar cuántas veces habrán recibido ellos ésa misma frase.

Que desastre que no estén en la escuela, o en su casa jugando.

Que desastre que su mamá los deje en Carlos Pellegrini irse solos.

Que desastre que sepan cuando están en Pasteur que falta una estación para Pueyrredón, y que tienen que bajar del otro lado, porque las puertas abren de allá.

Que desastre saberlos hijos de un modelo, todavía añorado por algunos.

Que desastre que algunos crean que es su elección pegarse, gritarse, putearse unos a otros. Son sólo el pequeño reflejo de una inmensa realidad.

Que desastre pensar que estoy yendo a ver a Abuela al hospital, sin saber cuántas vacunas les habrán dado.

Que desastre que alrededor de esas pulguitas se arme la paranoia de las manos en los bolsillos, porque parece ser su única opción.

Que desastre quejarme del frío, con guantes y boina, cuando ellos no tienen medias.

Que desastre querer abrazarlos como si fueran mis Aspis en menos de tres estaciones  ( y qué tristeza que nunca lo sean).

Que desastre no saber dónde, cuándo ni qué comen.

Que desastre saber que para muchos no tienen identidad.

Que desastre que haya gente que los mira con ojos de grandes y creyéndolos grandes.

¿Usted también se refería a todo esto, Señor, cuando en voz alta dijo “¡qué desastre!”?

Viento

Dicen por ahí, los porteños conocedores, o los que se disfrazan de ellos, que si uno necesita viento, hay lugares específicos donde encontrarlo.
Tiene rincones, secretos, envuelve calles y personas, juega. Sólo hay que saber mirar, saber sentir, animarse a andar sin tanto abrigo para que se erice la piel.