Llegué a tu casa, un domingo cualquiera, una Pascua más. Atravesé el living, recorrí tus fotos, tus espacios, llegué a la cocina, dejé los paquetes que traía y salí rumbo al jardín.
Fue un segundo, no más que eso. A lo lejos, ví tu camisa, un árbol se interponía y su cara quedaba oculta. No fue más que un instante en el cual pensé que quizás, si seguía caminando sería a vos a quien vería, por qué no habría de pasar, si es tu jardín, es domingo, es Pascua y hay olor a asado
¿quién más podría ser?
En el fondo sabía que era mentira, que era una ilusión o un engaño, porque en el tiempo que duró ese instante no intenté moverme, preferí que la incertidumbre de no saber el rostro de quién estaba detrás del árbol se apoderara de mi y me hiciera feliz, al menos por un ratito.
Finalmente junté coraje y caminé, me enfrenté con lo que tanto temía pero que en realidad no me sorprendió del todo. Ya no estás.
Una noche, sólo eso tardé en encontrarte otra vez.
Esta vez estoy en mi jardín, y desde ahí te veo venir, salís de casa, con la camisa a cuadros otra vez. Te llamo, no me escuchás, empiezo a caminar, a buscarte, a intentar encontrarte, pero muchos obstáculos se interponen y me cuesta alcanzarte.
Finalmente lo consigo, te abrazo y siento como me abrazás vos a mi.
Mientras tanto sueño en mi sueño que estoy despierta y que le digo a Lu que abrace fuerte a la nada conmigo, porque ahí está abuelo.