Batalla cotidiana
Se preparan los ejércitos. Está cada uno en su lado del campo de batalla. El Sol, verde, les indica que todavía no es el momento, hace falta esperar unos instantes más.
Mientras tanto, las mentes de los soldados empiezan a analizar al enemigo: sus puntos débiles, espacios estratégicos, huecos por donde avanzar que nos permitirán flaquearlos y obtener la victoria, cumplir el objetivo.
El Sol amarillo los ilumina, impacientes empiezan a moverse, marcan el ritmo del caos y el silencio con los pies, es la única parte de su cuerpo que no controlan, los demás movimientos (o la ausencia de ellos) están milimétricamente controlados. Y sus ojos, por sobre todas las cosas, repiten una secuencia: Mirar al Sol, a su oponente, esperar... Una y otra vez.
El momento se acerca, ya no falta nada, lo presienten. La guerra va a empezar, resta que el comandante Sol se pose sobre sus cabezas dando la órden.
Saben que sus vida corre peligro, por lo que es inevitablemente la hora de atacar, de pisotear, empujar, de aprovechar la armadura de portafolios, carteras y paraguas.
Rojo.
Avancen soldados, las rayas blancas los guiarán.
Catedral
Con mezcla de San Telmo y Fé camina entre los bancos, esquivando miradas, evitando que la vean llorar, teme convertirse en una estatua más a la cual retratar. Busca un lugar donde los flashes no lleguen, donde poder entregarse a su desconsuelo.
Su llanto se ve interrumpido por una fugaz luz. Dejó de ser un alma perdida, ahora es una postal de vacaciones.
Línea B
“¡Qué desastre!”, dijo el señor contra la puerta del subte una vez que arrancó. Paralelamente y en silencio, yo pensaba también en eso.
Que desastre naturalizar a tres nenes chiquitos, solos en un vagón.
Que desastre verlos pegarse y gritarse “Guacho, te voy a cagar a trompadas” con sólo siete años, y pensar cuántas veces habrán recibido ellos ésa misma frase.
Que desastre que no estén en la escuela, o en su casa jugando.
Que desastre que su mamá los deje en Carlos Pellegrini irse solos.
Que desastre que sepan cuando están en Pasteur que falta una estación para Pueyrredón, y que tienen que bajar del otro lado, porque las puertas abren de allá.
Que desastre saberlos hijos de un modelo, todavía añorado por algunos.
Que desastre que algunos crean que es su elección pegarse, gritarse, putearse unos a otros. Son sólo el pequeño reflejo de una inmensa realidad.
Que desastre pensar que estoy yendo a ver a Abuela al hospital, sin saber cuántas vacunas les habrán dado.
Que desastre que alrededor de esas pulguitas se arme la paranoia de las manos en los bolsillos, porque parece ser su única opción.
Que desastre quejarme del frío, con guantes y boina, cuando ellos no tienen medias.
Que desastre querer abrazarlos como si fueran mis Aspis en menos de tres estaciones ( y qué tristeza que nunca lo sean).
Que desastre no saber dónde, cuándo ni qué comen.
Que desastre saber que para muchos no tienen identidad.
Que desastre que haya gente que los mira con ojos de grandes y creyéndolos grandes.
¿Usted también se refería a todo esto, Señor, cuando en voz alta dijo “¡qué desastre!”?
Viento
Dicen por ahí, los porteños conocedores, o los que se disfrazan de ellos, que si uno necesita viento, hay lugares específicos donde encontrarlo.
Tiene rincones, secretos, envuelve calles y personas, juega. Sólo hay que saber mirar, saber sentir, animarse a andar sin tanto abrigo para que se erice la piel.