La uva y el vino (Eduardo Galeano)
Un hombre de las viñas habló, en agonía, al oído de Marcela.
Antes de morir, le reveló su secreto: -La uva -le susurró- está hecha de vino.
Marcela Pérez-Silva me lo contó, y yo pensé: Si la uva está hecha de vino, quizá nosotros somos las palabras que cuentan lo que somos.

domingo, 28 de noviembre de 2010

“Ahh ¿vos también sos de por acá?”, TP teóricos. Segunda versión.

“Para nosotros,
para nuestra posteridad,
y para todos los hombres del mundo
que quieran habitar en el suelo argentino”

Preámbulo de la Constitución Nacional Argentina


A veces uno está teniendo un día común y corriente, uno de ésos en los que no reflexiona mucho, donde se limita a seguir con lo rutinariamente normal. Particularmente, sé que cuando subo por la escalera mecánica del subte, y veo enfrente mío las cabezas que avanzan, la luz de tubo, ese túnel que no hace más que llevarme a más personas, más calor, más amontonamiento, es mi momento alienado del día, lo definí así el año pasado y me pareció acertado, pero sólo a veces dejo que me afecte, otras lo naturalizo. Y no está mal, no es grave, no es pecado ni ilegal hacerlo.

Pero, a veces también, existen los despertadores, que nos sacuden, nos levantan de lo llano de nuestro día a día. Y en este caso mi despertador tiene nombre y apellido: Sylvia Iparraguirre. Era una noche normal, no tenía en mi cabeza otra cosa que no fuera Semiótica, pero ahí llegó ella, con “El dueño del fuego”. Y ahí salió mi tercermundista a querer dar cátedra (a mí en primer lugar) de algo que es tan de todos y tan de nadie.

Nosotros nos olvidamos, de nuestros indios, de nuestra gente. Los miramos como si fueran otros tan lejanos, jugamos a ser Geertz

¿Quién nos creemos que somos? El granero del mundo, el gerente de un banco, el dueño de un local, la estudiante de la UBA… ¿quiénes somos?
Cuando apartamos la mirada por el dolor, cuando no queremos ver a los chicos en situación de calle, cuando pensamos día y noche cómo hacer para darles algo, por chiquito que sea. Incluso ahí, nos olvidamos.

Cuando no escuchamos las voces de la tierra, de los ancestros, de nuestras raíces. Cuando los vemos que los despojan de lo poco que tienen y no se nos mueve un pelo. Nosotros todavía tenemos nuestra casa.

La constitución nos dice: “Art. 15.- En la Nación Argentina no hay esclavos: los pocos que hoy existen quedan libres desde la jura de esta Constitución; y una ley especial reglará las indemnizaciones a que dé lugar esta declaración. Todo contrato de compra y venta de personas es un crimen de que serán responsables los que lo celebrasen, y el escribano o funcionario que lo autorice. Y los esclavos que de cualquier modo se introduzcan quedan libres por el solo hecho de pisar el territorio de la República.” Y sabemos que miente. Como nos mienten siempre, cada cuatro años. ¿Y qué podemos hacer? Obvio que quedarnos sentados, es mucho más cómodo.
Juzgamos al otro, lo miramos mal, ese tarado tecnología-dependiente, o el que muere por ser del primer mundo, ése tan lindo y moderno. ¡Qué nabo que sos! ¿No aprendiste nada en estos 200 años?

Y a veces pienso, qué pasaría si nos bajamos un poco del pedestal (no quiero que se lea como que no me incluyo en lo que digo). Qué pasa si descubrimos que en realidad, todos somos Próspero, en cada uno de nosotros, cada vez que miramos al otro con una otredad casi desagradable. Jugamos a ser progre, pero nuestro imaginario se parece al aula de la doctora Dusseldorff.

El otro está tan lejos, sus problemas son tan suyos y tan poco míos, mejor, me limito a explotarlo un rato. Y ojito con intentar agarrar tu arco y tu flecha y mirarme desafiante.

Que somos argentinos, no nos olvidamos. De lo que sí, es de que ese indio también.

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